¿Dónde estás memoria mía?

A esta edad ya sabemos que se necesitan cuatro octogeniales para recordar el título de una película, eso ya se considera normalidad básica. En cambio, cuando me da un casi ataque porque no me sale un nombre ni si me pegan, me concentro y recuerdo una nota que leí hace tiempo. En ella, un especialista dejaba en claro algo que después me reiteraron médicos y profesionales que se ocupan de entrenar la memoria: no recordar nombres no quiere decir estar al borde de que te atrape el alemán maldito. No lo nombro por cábala, para no llamarlo.

Eso sucede porque los nombres son difíciles de asociar a algo específico salvo que uno se diga “Fulano, el que tiene cejas muy gruesas”, por ejemplo, para ligarlo a un rasgo característico y así recordarlo. Okey, con esto el tema de los nombres queda resuelto.

¿Y todo lo demás? ¿La marca del cosmético que me gustó la última vez que lo compré, el nombre del vino que me recomendaron antes de ayer, el horario de la cita con el médico esta semana, el cumpleaños de un amigo? Sigue larga lista de etcéteras.

En realidad, no estoy segura de que todo esto sea atribuible solo a la vejez. En mi caso puede ser que, como siempre tuve memoria inconsistente me apoyé desde muy joven en las anotaciones. Básicamente por desconcentrada y por estar siempre pensando varias cosas al mismo tiempo porque así es como funciona mi cerebro.

El resultado es que soy la mejor clienta de agendas del país, no puedo vivir sin una al alcance de la mano. Además, si no la tengo cerca, y porque no todo tiene día y hora, anoto en papelitos, hago listas, escribo ideas para futuras notas o textos en servilletas de papel. Lo que no anoto desaparece, por lo tanto en cualquier ambiente de la casa tengo anotador y bolígrafo. Ahora también me ayuda, si estoy en la calle, el «notas» del teléfono.

Esa falta de memoria, que a veces me ataca también con los rostros (recuerdo haber pensado, mientras me presentaban alguien en una reunión numerosa, “de esta cara me voy a olvidar en diez minutos”) hizo que detestara Historia y Geografía en la escuela. Simplemente no podía recordar tantas guerras, batallas, montañas o ríos.

Sin embargo, y a pesar de esa desmemoria, en mi juventud tuve mis momentos de buena memoria selectiva. Recordaba todos los números importantes del teléfono de línea, porque no había celulares, las calles de Buenos Aires, cuando no había Waze, los nombres de las parejas de amigos y conocidos que mi ex olvidaba y que tenía que murmurarle en el momento en que tocábamos el timbre de la casa a la que íbamos a cenar.

Ahora, todo es un poco peor. Intenté hacer lo que me decía la mamá de un amigo hace muchos años: “hacé un esfuerzo hasta que la palabra o el nombre aparezcan” pero no me resulta. En realidad dejo caer el tema y mi cerebro (que se ve que está mejor que yo o es más capaz) encuentra el dato y me lo trae un rato después. O sea, relax y aparece.

Lo que sí me vuelve totalmente loca es que me salude alguien a quien no reconozco. Mi parte estúpida tiene vergüenza y me impide decir “disculpame no te recuerdo”. Como resultado logro poner mi mejor cara de tarada total y sigo hablando pavadas en neutro mientras intento recordar de quién se trata con todas mis fuerzas. Por supuesto sin resultado.

Es por eso que ahora estoy empeñada en conseguir una calcomanía que vi una vez en un auto que decía: “Manejo rápido porque quiero llegar antes de olvidarme a dónde voy”.

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