Sigo con las estaciones, disculpen. Pero esto de tener que soportar 28° de sensación térmica un 20 de octubre y 36° el día siguiente me supera. Porque yo, como buena octogenial, soy de la época en la que había cuatro estaciones. Un invierno de cunetas heladas, una primavera con flores y aroma de paraísos, el verano sofocante apenas aliviado por ventiladores y un otoño con comienzo de clases y los días más bellos del año. A eso se le agregaba una “media estación” difícil de definir y que nunca entendí del todo. Los zapatos blancos se guardaban en marzo y nadie, absolutamente nadie los hubiera usado en invierno como las zapatillas de ahora. Cada cosa en su temporada.
En cambio, estos días hay que disponer de un placar de tamaño de la bóveda del Banco Nación para que puedan convivir los abrigos y los soleros, los suéteres y las bikinis. Solo que, como en viviendas normales no todo puede estar junto a la vez, el sábado pasado se me ocurrió hacer lo que suele llamarse “el cambio de temporada”. No planeado sino de emergencia por el cambio brusco de temperatura. En general, es un trabajo que me gusta porque es una mezcla entre Mary Kondo y un monje oriental partidario del desprendimiento material.
Saqué de circulación lo más abrigado y bajé una pila de ropa que cursó el invierno doblada en la parte más alta del placar. Me sirvió para llegar a la conclusión de que dos vestidos no parecían dispuestos a pasar conmigo un nuevo verano y fueron a acompañar a esos suéteres de ahora que, como no son de lana, después de un solo invierno parecen los reyes de la bolita y perdieron hasta la última gota de gracia. Cambio y fuera. Algunas prendas pasaron a la categoría “entrecasa” otras a la bolsa “regalar”.
Lo que necesitaba usar ese día estaba muy, muy arrugado y me obligó a planchar con esa temperatura inesperadamente infernal para no salir a festejar el Día de la Madre abrigada como un esquimal despistado
Lo curioso es que en medio del cambio siempre hay prendas de las que, por más vueltas que se den, uno no puede desprenderse. Yo no puedo abandonar el chaleco verde seco comprado en un viaje de hace unos siete años. Porque me acompaña lealmente desde entonces. Es el saquito que siempre me salva “por si refresca o por si el aire acondicionado en el cine está muy frio”. Lo amo.