En mi familia existe una tradición un tanto extraña que, sin embargo, cuando la comento con algunas personas parece estar más difundida de lo que imaginaba. La cosa es así: antes de las noticias centrales del diario se leen los avisos fúnebres. Lo hacían mis abuelas, mi madre, mis tías. Las voces familiares fundamentaban esto al decir que “uno tiene que saber si enviar condolencias o asistir al velatorio o el entierro de alguien”. Como consecuencia lógica, ante un modelo tan definido, desde siempre lo hice yo. Confieso, eso sí, que los leo con un persistente miedito de encontrar alguien querido o admirado.
Mientras era joven era casi anecdótico. Lamentablemente, con el tiempo comenzó a suceder algo que todavía me impresiona: de diez necrológicas que aparecen referidas a celebridades, eminencias o estrellas (lamentablemente a veces también amigos, conocidos o familiares…) unos cuantos son más jóvenes que yo. Algo que pareciera estar en contra de lo esperable y que, sin exagerar demasiado, hasta suena a ataque por sorpresa.
Y es muy duro contar cuántos amigos quedaron en el camino. Algunos partieron demasiado temprano pero ahora la frecuencia aumenta y, por si fuera poco, son mis coetáneos, los de mi escuela, los de la facultad, los de las vacaciones de cuando éramos chicos. Y casi siempre, por supuesto, me entero por los avisos fúnebres que sigo leyendo con la misma constancia con la que tomo mis medicamentos. Tal y como, cada domingo cuando repongo el contenido, el pastillero semanal me marca la sorprendente fugacidad de los días.
Los avisos fúnebres, además, me cuentan -en negro sobre blanco y con todo detalle- muchas situaciones familiares curiosas. Porque en estos tiempos en que el contenido de los diarios raya en lo tóxico, los fúnebres –qué paradoja- sintetizan con bastante transparencia y en pocas palabras las vidas de muchas personas. En realidad creo que, leídos en detalle, dicen entre líneas mucho más de lo que los familiares del difunto quisieran que se supiera. Por ejemplo: “ Fulana despide al padre de sus hijos” equivale a divorciados hace años pero se llevan bien. En cambio, si en un aviso dice «la madre de sus hijos» y en otro una mujer despide «al amor de su vida», no sería la misma situación.
Finalmente, algo que siempre me admira y me despierta algo de envidia es cuando ponen “sus fieles servidoras Tita y Juanita”. No sería mi caso, ninguna empleada trabajó en mi casa treinta años como las suyas.
Para terminar con este tema, que decididamente roza el humor negro, diré que lo único de lo que estoy segura es de que yo misma nunca voy a leer mi nombre en un aviso de esos.