Siento que estoy sumergida en un conflicto. O tal vez esté en un brote de paranoia. No solo me carcome mi propia culpa por no hacer suficiente ejercicio, sino que ahora los médicos se han puesto en mi contra.
Porque me dicen que caminar treinta cuadras por la calle es mejor que nada, pero no es ejercicio porque no es exigente. Porque, aunque los reels y videos de Google me prometan que ocuparse de las tareas de la casa equivale a ir al gimnasio, los médicos me miran como diciendo “de ninguna manera”. Hacer la elongación y los estiramientos que me habían recomendado hace dos años no alcanza, tienen que ser ejercicios con más ritmo. Si digo entonces que quiero ir a un gimnasio para hacer aparatos me dicen que puede ser peligroso para mi destartalada columna. “Voy a una clase de baile”, les digo, “eso está bien para divertirse pero no es aeróbico” me contestan.
Aunque está muy claro que es necesario activar el cuerpo para recuperar la masa muscular que indefectiblemente se pierde con los años y para no quedar sin aire al subir un piso, yo todavía me identifico con la gente que cuando tiene ganas de hacer ejercicio se mete en la cama hasta que se le pase.
Todas las noches al acostarme me digo: “mañana me levanto y hago ejercicio antes de desayunar”. “O después, antes de ducharme”. Y todos los días me encuentro desayunada y duchada lista para salir sin haber hecho nada mientras miro de reojo la colchoneta que había dejado preparada la noche antes.
Cansada de mis propias mañas, volví a contratar a la profe que viene a casa porque de ella no me puedo escapar ni puedo decir que me queda lejos, llueve o hace calor. Ella ya sabe que a la media hora miro el reloj, a los cuarenta minutos le pregunto cuánto falta y a los cincuenta le digo “largamos, ¿no?”. Sonríe y me dice amable “todavía falta”. Es casi seguro que por aguantarme a mí la canonicen algún día.
Y el dilema continúa: cada día asumo que no tengo más remedio que pensar en mi salud y aunque cuando hago ejercicio repito por dentro “te tiene que gustar, te va a gustar”, no me gusta, no me gusta nada.
D@tos
Hoy empiezo al revés.
Volví a comer riquísimo en “Primavera Trujillana” de la calle Roosevelt 1695, muy buenos el ceviche mixto y el arroz con mariscos. Como se pueden compartir los platos y le pega bien la cerveza, la cuenta es moderada y la atención muy amable. “Biasatti”, de Ciudad de la Paz 1917, es un regio descubrimiento. Probamos dos platos muy abundantes de ravioles, unos de ossobuco con salsa de crema y crocante y otros de ricota y salsa de caponata súper originales y deliciosos. La carta es tan tentadora que cuesta decidir. A unos metros tiene un local de pastas para llevar lo que se elabora a la vista del restaurante. Buenos precios, buena atención, pocas mesas, de noche indispensable reservar.
“Café Central”, de Mario Diament, es una obra muy interesante que muestra la Austria de 1913 y de 1933 con los personajes icónicos de la época, Freud, Adler, Zweig, Kokoshka, Alma Mahler y otros, que presagian la oscuridad en acecho. Muy buenas actuaciones. El Tinglado, Mario Bravo 948.
En CineAr vi “Showroom” con Diego Peretti, una tragicomedia bien hecha. En Netflix: “El poder de la moda” (The dress maker”, una peli australiana con una historia de reivindicación, entretenida. “Miss Potter” es simplemente una delicia, veánla. “Lo que puso en la mesa” es una serie taiwanesa que al principio me gustó pero la fui dejando. “Gracias, ¿el siguiente?”, una serie turca breve sobre el mundo de las citas que vale la pena para ver la ropa que usan. Todavía no me animé a seguir con “Ripley”, tengo otras series a medio abandonar, y una mini que vale la pena, en Flow, “Un caballero en Moscú”.