Consumir de más es un mal de esta época al que los octogeniales llegamos después de haber vivido muchos años dentro de un sistema muy diferente.
Es un tema que paseó por mi mente muchas veces a lo largo de la vida, me hizo pensar bastante y al final me llevó a la conclusión de que entro en el grupo de los no consumistas.
¿Qué quiero decir? Por ejemplo, cuando nosotros éramos chicos, a principio de año se compraban los útiles escolares, se guardaban en un cajón y había que pedir permiso para reponer la goma perdida o el lápiz gastado. Lujo total era tener plumas iridinoid en vez de plumas cucharita (¿se acuerdan del tintero involcable y del limpiaplumas?). Ni mencionar lo que era tener una lapicera fuente, un lujo que no se podía usar en clase porque pocos alumnos tenían una. Abro paréntesis aquí para recordar a la bruja que tuve como maestra de segundo grado que usó durante todo el año mi lapicera fuente (la que me regaló mi abuelo) para llenar el registro y no me la dejó usar nunca, jamás, ni una sola vez. Cierro paréntesis.
La realidad era lejanísima de la actual: nada de tres cartucheras, cuatro reglas o sacapuntas ni cien marcadores; podías pasar tres años soñando con que te regalaran para tu cumpleaños una caja de cuarenta y ocho lápices de color Faber Castell, los de la soñada caja de lata.
En sos días teníamos zapatos para el colegio, zapatos «para salir» y un par de zapatillas de lona para hacer gimnasia. Ni siquiera hubiéramos soñado con tener dos pares de Nike y tres de Reebok, sólo como ejemplo. Por otra parte, ni siquiera existían.
O sea, y dicho en pocas palabras, aunque el dinero sobrara un poco se cuidaba mucho, no se despilfarraba.
Años después nos alcanzó la ola del consumismo y del marketing. De un día para otro había

que tener determinado reloj, tal marca de ropa, esa cartera, muchas prendas para cambiar; todos sabemos a qué me refiero.
¿Por qué se me ocurrió esta reflexión ahora? Porque leí varias notas que muestran que en Europa hay una campaña bastante consistente para enseñar a la gente a reciclar la ropa. Les proponen teñir, agregar un bordado o un parche de otro material para lucir la prenda de una manera diferente y hacerla durar más en vez de comprar una prenda nueva. Que es, por cierto, lo que hacían nuestras abuelas en su época para mejorar o modificar las prendas que heredábamos de hermanos o primos mayores.
Deduzco que a los Ceos de la industria y del marketing no les debe gustar esta tendencia. Pero me parece un enfoque sano para quienes nos preocupamos por el ambiente, el derroche y el desperdicio que están arruinando el planeta y que todavía recordamos cuando cualquier camisa eras tan buena que podía usarse varias temporadas.
Por otra parte, la realidad es que no hay prendas, zapatos u objetos que puedan llenar el agujero negro que se pretende tapar con lo que se compra y acumula. Ese hueco solo se puede llenar con terapia. Aunque, en tren de ser honestas (est comentario es solo para las chicas en este caso específico), que levante la mano la mujer que después de ver “Mujer Bonita” no soñó con que, una vez en la vida, una sola, un bello Richard Gere le dijera: “vamos a gastar un importe obsceno de dinero” en ropa por supuesto.