Hace unos días, en un momento en el que tuve unos minutos de lo que ahora se llama mindfulness (eso tan de moda que antes se llamaba un tiempo de tranquilidad para pensar), sentí algo que podría considerarse una epifanía. Sí, me di cuenta de que debería celebrar esta etapa octogenial en la que casi no tengo exigencias, obligaciones ni presiones.
Procedo a explicar: comparado con los catorce años de jardín, primaria y secundaria de los hijos, con sus madrugones, desayunos apurados, almuerzos a las corridas, disfraces de conejo y de patriota, uniformes y camisas, notas y notificaciones, lo de ahora es una farra. Tengo en cuenta también la elección de carrera de los hijos, los estudios con sus exámenes, insomnios, suspensos, dudas, materias aprobadas y títulos.
Se me aparecen también las noches de fiestas adolescentes, con las llevadas y buscadas a cualquier hora porque no era seguro circular de noche (en una época tampoco de día), con la preocupación por el cigarrillo y el alcohol (las drogas recién asomaban). Esto de ahora es una fiesta verdadera.
Si pienso en los años en que la casa se achicaba y había que mudarse, conseguir el crédito, ajustar los gastos, hacer montones de arreglos, bancar los cambios de personal, coordinar casa, familia y trabajo, esto de ahora es una joda.
Si revivo los días en que no alcanzaban las horas por los apurones constantes para conciliar varias vidas diferentes en veinticuatro horas, estoy a un paso de que me ataque un brote de horror vacui frente a la agenda de hoy tan poco llenita ella.
Tengo álbumes llenos de fotos que me recuerdan los mil y un momentos felices de los que no me olvido, pero todo, todo, era mucho más trabajoso. Teníamos otra energía, es cierto, pero la carga, vista desde hoy era enorme.
O sea, queridos compañeros octogeniales, tomemos nota y disfrutemos de esta etapa de nomeimportismo, de obligaciones cumplidas, de exigencias casi cero. A celebrarlo, es cierto que estamos liberados.