Nos pasa a todos. Estamos en una conversación animada, en una discusión desagradable o en un intercambio activo de ideas y LA contestación, LA frase necesaria, inteligente, ingeniosa, se nos ocurre después de que todo terminó. Entonces nos reprochamos mil veces: “¿cómo no me acordé?… ¿cómo no le dije… ¿cómo no le contesté… ¿cómo no se me ocurrió?” Pero es tarde. Muy tarde.
Con excepción de los políticos muy entrenados que, o tienen la respuesta necesaria a mano o la inventan rápido, -cuando no se niegan a contestar- a los mortales comunes nos ataca lo que Diderot llamó “l’esprit de l’escalier”.
El “espíritu de la escalera” es lo que hace que recién al llegar a casa se nos ocurra lo que debíamos contestarle a esa señora odiosa que hace un rato hizo una pregunta inoportuna, al señor empecinado en convencernos de algo que no compartimos o ese otro al que no le pudimos contestar una crítica injustificada. También pasa que, por no interrumpir, por controlar un enojo o por intentar responder con elegancia, se nos borra lo que estábamos por decir. El resultado es que nos quedamos frustrados, enojados y justo entonces es cuando se nos aparecen a borbotones las palabras geniales que podíamos haber dicho. Otras veces, esa respuesta perfecta se nos ocurre durante algún momento de insomnio y, una vez más, demasiado tarde.
Me es imposible calcular de cuántas escaleras mentales me bajé sin remedio. Creo que por eso siempre amé las cartas y ahora me gustan los correos electrónicos. Porque me permiten pensar sin apuro, escribir y borrar, encontrar las palabras y el tono. Esto no evita que me equivoque de pe a pa, pero es tranquilizante la sensación de poder releer lo que pensé. Algo que en la conversación se me da poco y me deja la sensación de que quisiera tirarme por la escalera por lenta y poco ingeniosa. Yo, no el espíritu.
PD. Para evitar un ataque retrospectivo aprovecho este lugar para desearles un 2025 con mucha salud, alegría, paz y bienestar.