¿Fallecieron los buenos modales?

Aunque no me incluyo, porque trato esforzadamente de conservar mis buenas maneras, esas que me enseñaron mis padres y mis abuelos (las que les transmití a mis hijos y nietos cada vez que pude) creo que hemos perdido definitivamente la urbanidad. Si pudiera apuntar con un dron hacia todo lo que nos rodea lo confirmaría. Ya está, fueron. RIP los modales. Lo más triste del caso es que los perdimos y no sabemos siquiera si alguien los busca o trata de encontrarlos. No hacen falta más detalles, todos saben a qué me refiero.

Pero hay una franja en la que me molesta especialmente que es la que nos toca a nosotros, los octogeniales. La vejez en nuestro país no despierta ni el mínimo respeto.

Empecemos por las instituciones que no vacilan en hacernos estar de pie en largas filas para cobrar la jubilación o para hacer un trámite. Sigue la sanidad, pública o privada, que considera, como si fuera lógico, que esperar dos o tres meses para un turno es normal cuando uno tiene setenta u ochenta años (tampoco lo es para los jóvenes pero ese es otro tema). Se agregan los supermercados en los que hay que preguntar dónde es la fila para los mayores ya que suele estar escondida si la hay.

Para colmo, al llegar por fin al mostrador no es raro escuchar “si no quiere hacer cola la próxima vez puede hacer todo por la web”. ¿Y quienes no saben dónde queda la web? ¿Y los que no tienen computadora, internet o vista suficiente para cargar datos en el teléfono? ¿Y las páginas que fallan aunque uno haga todo bien? ¿Y tener que comunicarse siempre con un bot, jamás con un ser humano?

Podemos agregar los lugares en los que hay que sacar número, digamos las farmacias, donde solo excepcionalmente hay algún lugar para sentarse a esperar. Y sumemos algunos teatros –me intriga ese sadismo específicamente cultural- a los que hay que llegar temprano porque no numeran las localidades. A los mayores, que porque no oímos ni vemos muy bien necesitamos sentarnos en las primeras filas, no nos privan de estar de pie haciendo cola cuarenta minutos o más como nada.

También nos tutean, como si fuéramos de su familia, unos chicos de la edad de nuestros nietos desde sus puestos de mozos o vendedores. Acá debo confesar que alguna vez vacilo entre sentirme molesta o halagada por pensar que me ven joven… Peor aún, cuando en un vano y desagradable intento por ser amables nos dicen «abuelo». Un amigo mío solía contestarles «abuelo sí, pero no tuyo».

Algunas veces casi me gustan los que me dicen “ya te atiendo madre”.

De los transportes sobra hablar porque todos los pasajeros jóvenes tienen ataques repentinos de sueño en el subte o no dejan de mirar el teléfono en el bus aunque estén ocupando los asientos reservados para mayores. También me cansa que me ataquen a bocinazos cuando al girar en una esquina dejo pasar a los peatones. Los dejo a todos por norma, pero mucho más cuando se trata un señor con bastón o una señora con andador a los que hay que dejarlos avanzar tranquilos.

Además, siento que padecemos un problema de comunicación. Porque una idea que no entra en muchas cabezas es que una persona es mayor aunque no ande encorvada, con bastón o con andador. Hasta los dibujos indicadores de los asientos reservados en los transportes públicos muestran un hombre con bastón como ejemplo. O sea, siguiendo esa lógica todos los demás son jóvenes.

El mundo, aunque es redondo, no es igual en todas partes. En Canadá o en España, por ejemplo, ni bien un mayor sube a un transporte algún joven, niña o varón, se levanta para ceder el asiento. En Brasil todo mayor de sesenta tiene prioridad en cualquier fila, ya sea un espectáculo o el embarque de un avión. En nuestro país, por el contrario, llegás con tu pelo blanco, encorvado y con bastones canadienses y te piden el documento y certificado de Pami para hacerte el descuento de jubilados en un espectáculo.

Sin pretender llegar a extremos, como en los países orientales donde se reverencian los mayores o en los países donde se los respeta por costumbre, la diferencia podría ser menor. Como dijo sabiamente un amigo mío, nosotros todavía no tenemos incorporado el concepto de “senior”.

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