Cansada de querer lo que no hay

¿Estás disconforme con tu cuerpo? Yo también. Todos lo estuvimos, estamos o estaremos en mayor o menor medida. El que no lo esté que levante la mano. Para consuelo general de los que se reconocen, les cuento que me acabo de enterar de que la vara está muy, muy alta. Vi por Netflix el documental sobre la muerte de Marilyn Monroe en el que se conocen aspectos menos conocidos de la vida de esta mujer tan especial. ¿Qué dicen en un momento? “La clave de su enorme atractivo residió siempre en que se movía muy cómoda con su cuerpo”. ¿Ta claro?

A nuestra edad es más difícil todavía conformarse. O todo lo que tenemos ya fue víctima de la Ley de Gravedad y se cayó sin pedir permiso o nos salió una panza que no solíamos tener o nos encorvamos un poco. O nos enloquecen los desajustes entre los anteojos y la dentadura mientras parece sobrar piel por varios lados. Podría seguir enumerando.

Pero pregunto: ¿cuando éramos jóvenes, estábamos encantados con nosotros mismos?

El modelo de la época de mi insegura adolescencia era Gina Lollobrigida. Sobra decir que me faltaban curvas en los lugares adecuados como a muchas otras chicas. Abro aquí un paréntesis para contar que todavía recuerdo una vez en que me puse zoquetes enrollados dentro del corpiño para lucir mejor el escote del vestido de fiesta (en esa época no existía el push-up). Como consecuencia bailé toda la noche muerta de miedo de que se cayeran.

No era gorda pero era alta: me ponía nerviosa no poder pasar desapercibida y siempre me costó encontrar un vestido cuyo talle no me quedara corto. Cuando aparecieron los jeans (¿se acuerdan de Eduardo Sport?) o ajustaba diez centímetros en la cintura o las botamangas me quedaban siempre lejos del piso. Durante años soñé con vivir en uno de los países donde los zapatos tienen todos los números y tres anchos porque ya conseguir el número cuarenta en un modelo que me gustara era una utopía. Un tema que, es difícil entenderlo, persiste hasta hoy cuando las niñas son cada vez más altas y patonas.

Por si fuera poco, años después surgió Brigitte Bardot, con su exuberante perfección, para sacudir de nuevo nuestra frágil autoestima. Todas nos hicimos un vestido de cuadritos con adornos de broderie pero la competencia era difícil. Porque los desfasajes entre la imagen interior y la exterior que uno tiene de sí mismo pueden llegar a ser tan abismales como graciosos. Por ejemplo, siempre consideré que tenía piernas gordas y me lo pasé envidiando los tobillos finitos que no me tocaron por mis huesos grandes. Me morí de asombro y de risa cuando, hace unos veinte años, me encontré con un amigo al que no veía desde la adolescencia que me contó que siempre se acordó de mí porque tenía muy lindas piernas…

De qué depende en realidad cómo nos vemos? ¿De los modelos difíciles de alcanzar impuestos por la moda y el marketing, de los que nos decían o callaban cuando éramos chicos, de algún comentario demoledor escuchado alguna vez, de la eterna insatisfacción de los humanos? ¿De las medidas que la ropa no tiene? Creo que también Twiggy, la modelo inglesa de los sesenta, arruinó parte de nuestras vidas imponiendo, en oposición a los anteriores, un modelo anoréxico del que hasta hoy se sufren las consecuencias.

Me queda preguntar entonces, después de haber pasado por tantos cambios ¿cómo no nos va a costar aceptarnos a los ochenta con arrugas, manchas, rollos, panza y todo lo que los años se empeñaron en dejarnos?

En lo personal, decidí relajarme. Ommmm. Me cansé de tratar de parecerme a quien no soy. Bañada, limpita y perfumada (¡desde luego!), me pongo lo que se me canta, voy por la vida como quiero, me maquillo cuando tengo ganas (reconozco que el barbijo me ayudó) y espero gustarles a quienes me vean. En todo caso el problema ya dejó de ser mío. Ni Gina, ni Brigitte, ni Twiggy, yo misma.

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