Estuve haciendo un breve estudio estadístico. A pesar de que los números no son mi fuerte, puedo decir que un setenta por ciento de mis amigos, grosso modo, tiene uno, varios o todos los hijos fuera del país. Puedo contar con los dedos a los otros, los que tienen a todos cerca. Si hay un número triste referido a esta república centrífuga, es ése. No sabemos cuántos son, sino que se siguen yendo.
Mi problema comienza desde hace mucho tiempo porque siempre tuve en mi cabeza una parte importante de Susanita, la amiga de Mafalda. Como ella, quería tener muchos hijos y esperaba envejecer junto a un marido de toda la vida rodeada de nietos y bisnietos. De hecho, hasta hoy pocas cosas me conmueven más que cuando alguien dice “nos juntamos con todos los chicos, éramos diecinueve”. O cuando veo una pareja muy mayor caminar de la mano por la calle. Ambas cosas figuraban en algunos de mis sueños adolescentes. Sé que algo parecido les pasa a algunas de mis amigas con hijos lejos. A ellas no las puedo contar con los dedos, porque no me alcanzan.
Tanto chocaron mis sueños que si a los treinta años alguien me hubiera anticipado que mis dos hijos iban a vivir a más de diez mil kilómetros de lo que debió ser nuestra casa familiar no lo hubiera creído. O no hubiera querido creerlo. O, tal vez, hubiera concretado esas tibias intenciones de “probar afuera” que me atacaron en alguna de las crisis del país y tal vez nos hubiéramos ido juntos.
Digo en mi descargo, Señor Juez, que los apoyé cuando quisieron irse sin hacer uso de ninguno de los chantajes emocionales de los que disponemos las madres para evitarlo. Es más, les admiré el coraje.
Los octogeniales ya tomamos nota de que la vida corre por sus propios carriles y que suele alejarse, sin preguntar ni pedir permiso, de nuestros supuestos planes o sueños. Un día, haciendo uso de su principal habilidad, nos sorprende. Y de pronto estamos solos en la ciudad en que siempre vivimos. Solos de hijos y quien dice hijos dice nietos. Afortunadamente no de amigos.
Ese es el momento en que empezamos a pensar en temas que nunca nos habían preocupado. Por ejemplo ¿a quién llamo si me enfermo, quién va a pelear con la prepaga cuando se complique algún trámite, quién me va a acompañar a una consulta médica o si necesito rehabilitación? Si llega el momento de necesitarlo ¿quiero el geriátrico acá o allá donde viven mis hijos? Cuando haya que tomar una determinación importante, ¿van a poder decidir desde doce mil kilómetros de distancia?
Resulta claro que no son preguntas tontas y yo que, por estructura interna, por carácter o por pura neurosis, soy muy previsora y bastante organizada me las estoy haciendo desde hace años.
Con intención de facilitar las cosas intercambié con una amiga todas las llamadas de emergencia y los datos de la prepaga. Las dos sabremos a quién recurrir si nos llaman de apuro. Y, nada menor por cierto, tengo muy buenos vecinos en el edificio y un portero amigo algo que, reconozco, no siempre se da. Entonces opto por ser realista y práctica. No me queda otra alternativa que tomar la vida como ella decida venir e intentar salir de las situaciones inesperadas lo mejor posible. Como dice un refrán de alguna parte “si la vida te da limones, lo mejor es hacer limonada”.
Nota al pie
La foto es de una carta que me publicaron en octubre de 2021 en el diario La Nación.