No me lo creo para nada si me dicen, como contaba mi abuela con emoción, que pasar de luz de aceite a luz de gas en las calles fuera un cambio trascendental, siquiera comparable a algunos de los actuales. Me parece que ni siquiera los primeros autos o el primer teléfono resultaron tan revolucionarios porque tardaron mucho más en dispersarse. Cómo compararlos con la aparición de la Internet que hizo globales e instantáneos todos los conflictos, cambios políticos y crisis económicas del planeta. Por no entrar en los detalles de la comunicación que ahora nos permite enterarnos al instante -¿para qué? ¡por favor!- que la mujer del jefe de correos de Samarkanda tuvo trillizos.
También aparecieron los antibióticos y los anticonceptivos, el bypass y el stent, la cocina de microondas y el congelador, solo por nombrar unos pocos. Trajeron desde soluciones domésticas a avances trascendentales para la salud. Y cada uno de estos elementos que se incorporaron a nuestras vidas trajo cambios imprevistos, en su mayoría positivos.
Los octogeniales pasamos de tener un solo teléfono en el barrio a tener uno en cada mano; de ir a ver los primeros programas de TV en un aparato pequeño y panzón en la casa de un vecino pudiente a las pantallas híper reales de sesenta pulgadas en cuotas. De las cartas a Europa, que tardaban quince días de ida y lo mismo de vuelta, a los correos electrónicos. De las llamadas a una tía de Italia, manejadas por una operadora que anunciaba cinco horas de demora y que nos impedía alejarnos del teléfono por terror de perder el turno, pasamos a WhatsApp y Skype con acceso inmediato a cualquier rincón del planeta.
Los octogeniales teníamos que vestirnos para ir a ver cine en blanco y negro a veinte cuadras de casa –los hombres de traje y corbata- como si fuéramos a la ópera (a la que ahora todos van vestidos como para el gimnasio). Las chicas, que ya no usan las medias que se corrían a cada rato sin las cuales no se soñaba salir, gastan para comprar un short deshilachado con el que van a todas partes. Si compran un portaligas es para una noche sexy, no para sujetar las medias de seda. De no poder decir en voz alta la palabra sexo, llegamos a ver las escenas más locas en el cine y hasta en la calle.
Todas las personas de generaciones anteriores a la mía con quienes alguna vez hablé de esto sentían y creían haber enfrentado muchos cambios. La frase habitual era «cómo cambió todo, ya no lo entiendo». No me permitiría dudar dudar de cómo se sentían; pero me animo a decir que nuestra generación bate todas las marcas. Casi como para entrar en el Libro Guinness de los Records.
La mente tiende a olvidar los detalles pero, si nos ponemos a contar, me juego a que nuestra generación gana. Y los cambios siguen y tenemos que tratar de entenderlos.