Me llamo Daniela. Un nombre poco común en mi época que me hizo envidiar a todas las Martas, Susanas y Ana Marías que siempre tenían al menos una tocaya en los grados de la primaria.
Me llamo Daniela y estaba por cumplir ochenta años.
Me llamo Daniela y creía haberlo logrado: ignorar los ochenta que venían sin prisa, pero también sin pausa. Lo admito, y hasta me enorgullezco, fui bastante profesional en el intento. Aunque estaba -estoy- convencida de estar envejeciendo bien, traté el tema como si fuera a sucederle a otra persona que, por supuesto, no era yo. Llegué a decir, en una conversación con dos amigas de casi mi misma edad y en referencia a otra mujer de la que hablábamos “bueno qué se le puede pedir, es una vieja de ochenta”. Hasta que un frío que me corrió por la espalda me provocó un breve ataque de risa histérica.
De todos modos, el golpe de gracia me lo dio mi hermana menor cuando me preguntó: “¿te golpean los ochenta?”. “Sí”, contesté, “fuerte”. Ese fue el instante preciso en el cual tomé conciencia: la de los ochenta soy yo, Daniela, no mi amiga, no mi vecina. Yo solita, yo misma. Yo, espantada por el desacuerdo entre la realidad del almanaque, mi sensación interna y lo que creo que puedo hacer cada día. Hasta que mi cuerpo, que no vacila en dolerme desde el pelo hasta los pies, me recuerda que los treinta quedaron muy lejos. Y los cincuenta y los sesenta. Esas décadas que amagaron con provocarme alguna crisis en su momento. Ninguna como ésta que llega cuando tomo conciencia de que estoy parada en los últimos centímetros del metro que mide mi vida.
En este momento no me sirve nada, ni ser alta, ni ser de Piscis, ni hablar inglés. Nada. Me siento como Orfeo pero con un poco de miedo de mirar, no hacia atrás, sino adelante.
Hace muchos años, cuando empecé a escribir libros de humor, la década molesta era la que empezaba al cumplir cincuenta años. Lo que venía después de los cuarenta y nueve no se podía nombrar porque implicaba que se acababa la juventud. Desde entonces pasaron treinta años y tanto cambió todo que los cincuenta son ahora parte de esa misma juventud.
Soy vieja, ya no me impresiona decirlo, pero declaro públicamente que no pienso sentarme en un rincón a ver pasar los días que me quedan. Además, aunque no siempre lo consiga, voy a tratar de vivir mis días con humor.
Me gusta lo que alguna vez leí y lo comparto: “El viento es viejo pero todavía sopla”.
Nota al pie de los primeros párrafos.
Entre el momento en que escribí lo anterior y ahora, cuando retomo el texto, pasaron un par de meses. Dentro de ese período estuvo mi cumpleaños de ochenta. ¿Saben una cosa? Lo pasé regio, lo festejé y no tengo ninguna cicatriz visible. No dolió.
Nota al pie de la nota al pie
Este blog no hubiera sido posible sin la invalorable ayuda de mi nieta Sofía Sagel que no solo trabaja bien sino que, además, tiene la paciencia necesaria para contestar el montón de preguntas estúpidas que hago.