Desde que recuerdo me pasa algo que todavía me cuesta mucho, muchísimo, manejar.
No me refiero a tener buena letra (porque mi escritura varía con el estado de ánimo y además se deteriora cada vez más por el uso de teclados), a las matemáticas (porque nunca fueron mi fuerte) o a hacer gimnasia (algo que públicamente confesé que detesto).
Se trata, lisa y llanamente, de callarme la boca.
Sí, me costó horrores y muchas veces todavía me sale mal. Primero me pasaba por joven e ignorante hasta que, más tarde que temprano, me di cuenta de que si mi opinión no era requerida lo mejor que podía hacer era callarme. En otros momentos recuerdo haber hecho un comentario negativo en voz más alta de lo debido y alguien que no tenía que oírlo lo oyó lo que me hizo revivirlo mil veces como si pudiera borrarlo. Otras veces, aunque con buena intención y por puro afán de ayudar o de ser útil, di consejos que nadie me pidió y que posiblemente cayeron mal. Tengo más ejemplos disponibles como que en algún momento hablé sobre un tema del que sabía poco sin saber que estaba delante de alguien experto en la materia. En todas esas situaciones, al darme cuenta, rogué que la tierra me tragara. Por desgracia nunca me tragó a tiempo y logré quedar como estúpida total y masiva infinitas veces.
Quisiera creer que no estoy sola en esto. Porque todos alguna vez intentamos convencer a un médico de que lo que recomendaba un programa new age por TV parecía mejor que el medicamento que nos acaba de indicar. O en medio de una discusión acalorada por hablar sin pensar dijimos palabras que ni siquiera quisimos emitir y que hubiéramos querido rebobinar a tiempo. Son solo ejemplos de las muchas situaciones absurdas en las que nos metemos sólo por no cerrar la boca a tiempo.
Aunque de tanto en tanto pienso en esto, todavía ignoro qué es lo que nos lleva a zambullirnos con tanta facilidad en situaciones que, a la larga o a la corta, son dañinas para nuestras relaciones sociales.
«Porque hablar es gratis”, diría mi abuela. Y callarse es difícil aunque sea igualmente sin cargo. Sobre todo para mí que carezco de la calma zen necesaria para que mi cerebro se apure menos y la boca se me cierre a tiempo. Acoto acá que siempre admiré a las personas que observan y se quedan calladas mientras otros discuten acaloradamente.
Zenón de Citio (lo busqué porque no sabía quién lo había dicho) dijo que “tenemos dos orejas y una sola boca, justamente para oír más y hablar menos.” No estaría mal tomar nota.
O tal vez debería colgar en el espejo del baño el proverbio árabe que dice: “No abras los labios si no estás seguro de lo que vas a decir, es más hermoso el silencio”. Por ahí, de tanto leerlo, me ayuda y consigo callarme a tiempo alguna vez.
D@tos al pie:
Quienes no vieron antes de la pandemia la obra “Berlín en Buenos Aires”, de Jessica Schultz, protagonizada por ella y Fernando Migueles, pueden recuperarla en Hasta Trilce, los domingos a las 19. ¡Muy buena! También recomendable es “DesHechas de amor”, donde cinco buenas actrices se lucen en una comedia divertida que muestra con sutileza los avatares amorosos por los que todos pasamos alguna vez, sala Carlos Carella, los sábados a las 20 hs. “La lengua es un músculo pero el lenguaje es un virus”, es una obra diferente de todo lo que se suele ver, súper original, con una interpretación excepcional de Diego Carreño, también co-autor, en El Camarín de las Musas los sábados a las 20 hs.
En cuanto a series, ya se pueden ver los últimos episodios de “La maravillosa Mrs. Maisel” por Premium, es una lástima que termine. “La diplomática”, aunque entretiene, muestra situaciones poco creíbles. Después de verla todavía no entiendo la metáfora por la cual aparece todo el tiempo con el pelo sin lavar. “La enfermera”, en cambio, se centra en una historia real (y terrible) y es muy atrapante. “En pocas palabras” presenta algunos temas interesantes de manera sucinta y entretenida. Todos por Netflix.
Daniela: absolutamente reflejada en tus comentarios sobre «callarse a tiempo» Pero creo que me falta aun mucho mas en ese aprendizaje que lo que vos relatas. Siempre me voy de todo contacto (de cualquier tipo y en cualquier ámbito) con la sensación «tendría que hablar menos»
Se me ocurre que los que pasamos largo tiempo solos `-y nos hemos desempeñado en areas mas discursivas- tenemos una catarata de palabras reprimidas que se las endilgamos a quien se nos cruce, sea interlocutor valido o no.
No ves? Ya me fui por las ramas.
Feliz de reencontrarte, Afectuosamente Elsa ex Sivori